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Flores amarillas

El 21 de setiembre de 2023 fue una fecha especial para mí. Días antes, Viviana, mi novia —con quien había iniciado recién una relación en enero de aquel año—, me había comentado que sus amigas en el trabajo estaban expectantes por la llegada del 21 de setiembre para que sus parejas les regalaran flores.

—¿Y eso por qué? —pregunté.
Me explicó que se trataba de un trend de internet que surgió a raíz de una serie de televisión argentina. En la serie, la protagonista interpretaba una canción que hablaba de una joven que esperaba que el “amor de su vida” fuera a buscarla ese día llevándole flores amarillas.

Con casi 35 años, yo no me veía corriendo por las calles de Lima, en pleno invierno, sujetando flores y cuidando que llegaran en el mejor estado posible a su destinataria. De hecho, mientras pasaban los días y se acercaba la fecha, caí en cuenta de que hacía mucho que no le regalaba flores a nadie. Antes de que Viviana llegara a mi vida, estuve soltero casi 10 años. Me había convertido en el Grinch del amor. Odiaba los 14 de febrero y las canciones románticas. Mi última experiencia amorosa había sido desafortunada y me dejó el corazón congelado. Me volví un ser gris, incapaz de demostrar afecto por alguien… hasta que conocí a Vivi quien, se podría decir, me sacó de aquel estado de criogenia.

Con su llegada, mi vida cambió por completo; afrontaba los días con otro rostro. Siempre me había imaginado cómo sería yo de novio. Quería hacer todo lo que en mi última relación no pude por culpa de los celos y la toxicidad. Quería que con Viviana fuera distinto. Ella, menor que yo por casi 10 años, le transmitía otra energía a mi vida. Nos conocimos por internet, luego de que un amigo me animara a descargar una aplicación para conocer gente nueva. Lo que más me gustó de su perfil fue su amor por los animales —en especial por los gatos—, y yo tenía dos en casa. Lo otro que me llamó la atención fue su carrera. Era abogada, una hermosa profesión que a mí me hubiese gustado seguir, de no ser porque antes quise ser periodista.

Un día antes del 21 hablé con Viviana. Le pregunté si era importante para ella lo de las flores y, en un tono serio, me dijo:
—No, amor, tranquilo. Si me regalas flores o no, eso no cambia en nada lo que siento por ti.
Esa manera de ser era otra cosa que me gustaba: pese a su juventud, percibía en ella una madurez al hablar. Más tranquilo y sin ese peso encima, fui a la oficina. Patricia, una compañera de redacción, me vio llegar con una sonrisa.
—Vengo de hablar con mi chica. Dice que no quiere flores.
Apenas terminé la frase, mi colega soltó una carcajada.
—Querido amigo, claramente no has terminado de entender a las mujeres. Ella te puede decir que no quiere algo, pero en el fondo sí lo quiere. Así somos. Así que si yo fuera tú, me preocuparía.

La tensión volvió a mi cuerpo cuando, al día siguiente, muy temprano, en todos los noticieros se hacían despachos en vivo desde las más concurridas florerías limeñas. Hombres de todas las edades hacían cola para conseguir el ansiado obsequio. Camino al trabajo, veía estudiantes universitarios corriendo con flores en la mano. En la oficina, a mi jefa le había llegado un hermoso ramo de parte de su esposo. Pero la gota que derramó el vaso fue ver en las historias de Instagram de Viviana una foto de su mano sosteniendo un diente de león con un mensaje que decía: “Las únicas flores amarillas que recibiré hoy”.

De pronto, todo el cuerpo me empezó a sudar. Quería hacer las cosas bien con mi novia, y yo no tenía las benditas flores amarillas. De inmediato cogí el celular y me puse a buscar florerías cercanas al trabajo de Viviana. Llamé a un par de negocios, y me dijeron que se habían quedado sin stock. El último fue menos piadoso:
—Tengo flores, pero ya todas están separadas desde el lunes. Tenía que haber pedido con tiempo, joven.
¿Cómo explicarle al caballero de las flores que era mi primera novia en más de 10 años?

Se me pasaron muchas ideas por la cabeza aquel intranquilo día. Por un momento, me planteé la posibilidad de cortar las rosas amarillas del jardín del trabajo. ¿Se darían cuenta? Mientras seguía intentando encontrar un proveedor que todavía tuviera algún tulipán, rosa o girasol, a Patricia le llegó un arreglo de flores amarillas.
—¡Pero si tú no tienes novio! —le reclamé.
—Me lo trajeron los chicos que fueron de comisión al mercado de flores. Se los hubieras encargado. Ya no queda nada —me dijeron.
—¿Y si me lo vendes? —le propuse.
—¿Estás loco? Se las llevaré a mi madre porque, desde que murió papá, nadie le ha vuelto a regalar flores.

Me sentí como un patán por pensar en robar flores de algún parque o comprarle el ramo a Patricia, dejando sin flores a su madre. Así que me propuse agotar todos mis esfuerzos por conseguirlas. Apenas dieron las cinco de la tarde, salí corriendo rumbo al mercado cerca de mi casa. Había una florería que no tenía teléfono ni redes sociales; no había forma de que se le hubieran agotado. Cuando llegué, había una cola enorme y un ayudante entregaba a cada cliente un ticket de atención. Alcancé el último ticket con lo justo. Otros seis chicos que estaban detrás de mí se quedarían sin chance. Conforme avanzaba la fila, veía cómo los trabajadores cortaban, decoraban y perfumaban los ramos antes de ser despachados. Un enorme balde con girasoles poco a poco se iba quedando vacío. Temía que, para cuando llegara mi turno, solo quedaran troncos sin florecer.

Cuando se acercaba mi turno, un cliente de unos 50 años, un poco gordo y calvo, comenzó a reclamar que el arreglo que pidió solo tenía dos girasoles, cuando él había pagado por tres. El trabajador le intentó explicar que sí eran tres, solo que uno aún no había reventado, que apenas llegara a casa debía ponerlo en agua. Molesto, el cliente dijo que ya no lo quería. Eran los dos últimos girasoles decentes. De inmediato se los pedí al florista:
—Yo los quiero. ¿Cuánto es?
Colocaron las flores en una caja con un lazo dorado. Por fin tenía las benditas flores amarillas. Mientras me iba, los chicos de la cola me felicitaban como si hubiese ganado el premio Nobel. Un hombre de unos 60 años me tomó del hombro y me dijo:
—Lo que tenemos que hacer por amor.

Luego de abandonar la florería, el otro gran reto era conseguir un taxi que me llevara, en plena hora punta del Callao a La Molina. Nadie quería ir hasta allá por el tráfico: significaba quedarse, cuando menos, dos horas atorado entre vehículos. Me propuse pagar lo que fuera. Ya no era por Viviana, era personal. Quería demostrarme a mí mismo que era capaz de ser un buen novio: atento, detallista. Iba a ser una sorpresa para ella verme llegar con sus flores amarillas. Por fin un taxista accedió a llevarme. Tal como había previsto, pasamos casi dos horas atorados en la avenida Javier Prado. Mientras tanto, en mi cabeza no dejaba de sonar la canción de Floricienta.

No le había escrito a Viviana desde la mañana. Quería que pensara que me era indiferente la fecha y así su sorpresa sería mayor cuando me viera, pero en realidad la sorpresa sería mía. Cuando estábamos a unos metros de su casa, la vi salir acompañada de un joven de su edad, unos 25 o 26 años, alto y muy delgado. De repente es su hermano, pensé. Caminaron hasta una esquina. El auto se detuvo. Yo permanecía sentado en el taxi, con mis flores en la mano, cuando de pronto vi a mi novia darle un beso de despedida en la boca al jovencito que abordaba un taxi. Le pedí al conductor que no arrancara aún. Quería verla entrar de nuevo a su departamento. Cuando desapareció de mi vista, le dije al chofer que me llevara a casa.

No derramé ni una sola lágrima. Tenía el corazón nuevamente congelado. Cuando llegué, miré los girasoles con cariño, recordando lo mucho que me había costado conseguirlos, y los puse en agua, en un jarrón al costado del retrato de mi madre.

FIN


por Carlos Cruz Barrera 10 de Mayo de 2025

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