Esta será mi primera Navidad lejos de mis padres, lejos de mis amigos, de mi tierra, lejos del desconsolado frío de invierno que se vive en la sierra del Perú. Aquí en Lima el clima es distinto, no hay blanca Navidad, todo es de color gris, y solo somos dos, Antonio, mi compañero de cuarto y yo.
Conforme pasan las horas, más agudo es el estremecer de mi
pecho, extraño mucho a mi familia. Aquí prácticamente no conozco a nadie.
Quisiera coger las pocas monedas que llevo en el bolsillo y llamar a mi madre,
decirle que la amo, que me muero por verla. Entonces me doy cuenta que de hacer
eso me quedaría sin nada.
Luego me acuerdo de Dalia, la chica que me rompió el
corazón, pero que -igual que yo- podría apostar me está extrañando. Quisiera
tener otra moneda imaginaria y llamarla, decirle cuánto la amo, cuánto me dolió
saber que volvió con Ricardo, su ex novio, decirle cuánto la odio, y otra vez
cuanto la amo.
Me miro en el espejo y me doy pena. El reflejo me muestra a
un tipo acabado a sus cortos 24 años. Hace un año debí terminar la universidad,
no ha sido un año fácil, pienso, y sigo atorado en este desierto, con ganas de
irme, de olvidarme de todo. Solo quiero abrazarla maldita sea. Abrazar a Dalia.
Entonces llega Antonio, mi compañero de cuarto. "¿Oye
Carlos qué haces tirado en la cama? Afuera la feria está repleta de gente, hay
buen ambiente, vamos a dar un paseo como mirando las luces", me anima.
Cojo las únicas zapatillas que tengo, están algo gastadas,
pero todavía se ven elegantes a lo lejos. Aseguramos bien la puerta del cuarto
y nos vamos de aventura por la feria en la ciudad.
Es increíble cuánta gente puede movilizarse en torno a una
sola celebración, es la Navidad más triste de todas, en cada puesto recuerdo mi
infancia, cuando iba de la mano de mi padre por el mercado buscando el maldito
juguete de “Los Caballeros del Zodiaco”, tenía que ser ese, no quería otro.
Antonio me dice que le ganó 10 soles en una apuesta al gordo
Gutiérrez de la cevichería, me pide que lo acompañe para cobrarla, con suerte
canjearemos ese dinero por nuestra cena navideña, tal vez un panetón de cinco
soles y una chocolatada. Me emociona la idea, me entusiasma saber que a pesar
de estar tan solo y tan lejos, con Antonio puedo sentir que estoy en familia. Él
viene de una familia muy pobre, su papá murió cuando él apenas era un bebé, y
su mamá es una campesina junina que sin siquiera sabe leer. Hizo todos los esfuerzos
para enviarlo a estudiar a la gran ciudad la carrera de enfermería.
Es mi mejor amigo desde la secundaria, cuando me dijo que se
venía a la capital a estudiar no dudé en pedirle que se quede conmigo en el
cuarto que me alquila una tía.
Desde entonces he visto todo lo que mi buen amigo ha tenido
que hacer para subsistir en esta ciudad de mierda, llena de delincuentes y de
injusticias. Fui testigo de las interminables madrugadas que Antonio no durmió
para reunir dinero extra en el taller para comprar los útiles que la
universidad le pedía.
Pero él siempre fue muy inteligente y siempre se ingenió en
todo, incluso cuando le pidieron ir con zapatos blancos a las clases de
laboratorio. Mi amigo cogió sus viejos zapatos y los tiñó de blanco con
pintura. Jamás sintió vergüenza de ello.
Llegamos donde el gordo Gutiérrez, pero su cevichería estaba
cerrada. Antonio tocó fuerte la puerta y nadie contestó, entonces se apareció
por la calle el gordo borracho y casi cayéndose.
-
Huevón mi plata- le grita Antonio.
-
No tengo ni mierda, me la chupé toda- le
responde el gordo. Otra vez mis esperanzas de pasar una "Feliz
Navidad" se desvanecen, nos fuimos a la mierda.
-
Tranquilo huevón, tengo cinco soles en los
bolsillos, ¿Tú cuanto tienes? - me pregunta con el rostro que ha de tener el
optimismo si fuera persona.
-
Yo tengo dos soles.
-
Listo. Vamos donde la señora Rosita a que nos
venda unos ponches y compramos dos quequitos- me dice Antonio con rostro de
luz.
Aunque quisiera tener su valor, en el fondo tengo el corazón
destrozado. Admiro mucho su fuerza y sus ganas de salir adelante, admiro su
optimismo, su destreza, y aunque no le digo que por dentro tengo ganas de
llorar acompaño a mi amigo en su sueño. ¡Vamos por ese ponche carajo!
Son casi las doce de la noche. Los hijos de mi tía se
adelantaron a las celebraciones y han comenzado a reventar los primeros
cohetecillos, mientras, yo observo mi tasa de ponche y mi quequito, esperando
que sea medianoche para empezar a comer.
-
Sabes Carlos, yo te admiro mucho huevón, tienes
unos padres muy inteligentes, cualquiera no se hubiera arriesgado, teniendo de
todo, a mandar a su hijo a la capital para que estudie- me dice Antonio con los
ojos brillosos.
Entonces no pude más y me caí en llanto. Antonio me miró
extrañado.
-
¿Qué pasa huevón? ¿Somos hombres o no? - me
recrimina.
-
Extraño a mis viejos, extraño a Dalia - le
explico.
- Tranquilo amigo. Que estemos celebrando así las
fiestas no significa que sea siempre. Algún día estaremos sentados delante
una chimenea de mármol, con muchos muebles elegantes, tomando chocolate
caliente y panetón, abrazando a nuestros hijos y contándole esta triste Navidad
como una anécdota más, ya verás.
Y así fue querido Antonio.

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